lunes, 8 de febrero de 2010

VERDES CASTAÑOS

Había dos camas y un gran espacio en el medio con una ventana que dividía la habitación por la que entraba un aire limpio, sano y lleno de sonidos cálidos como los pájaros, el viento o las campanadas de la iglesia del pueblo que se veía al otro lado del embalse.

Me desperté y la vi, allí mismo, sentada en su cama peinándose su pelo gris, con el típico cepillo sencillo de púas de plástico de toda la vida. Parecía estar preparándose para algo especial, como si despertarse por la mañana un día de verano fuera algo importante. Completamente bien vestida, de negro, como siempre, su vestido y su mandil, las medias y los zapatos.

A la vez que restregaba el peine por su cabeza de poco pelo me miraba y sonreía, sus ojos verdes-castaños soltaban chispas, me sentí afortunada de tener una abuela como ella era, tan buena.

Unos tres o cuatro años más tarde, yo ya tendría doce o trece, sin pensarlo, me encontraría con la solución. Yo ya apenas me acordaba del antecedente.

Estaba ella sentada en la butaca de su habitación, cosiendo al lado de la ventana como solía hacer todas las tardes, con ese afán de crear nuevas piezas para la casa, obras de arte de ganchillo o simplemente necesidad de arreglar alguna prenda. A veces también calcetaba, a mi me intentó enseñar pero yo no tenía muchas aspiraciones ni paciencia respecto al mundo de las aguja e hilo. Era impresionante ver que control y precisión tenía y como era capaz de hacer diferentes puntos para conseguir diferentes diseños, a veces la vista se le cansaba y tenía que parar, por eso le gustaba asomarse por la ventana, respirar (un aire no tan sano como el de la aldea) y mirar para el paisaje (no tan verde).

Soy incapaz de recordar de lo que estábamos hablando, sin embargo nunca olvidaré que, desde la cama donde yo estaba sentada, me miraba con unos achinados ojos verdes-castaños llenos de chispas de colores y me sentí en ese momento la hija más afortunada del mundo.

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